Sus hijos vivían uno en la península y otro en el Hierro
En las últimas décadas había cambiado todo a su alrededor. La delincuencia no dejaba tregua para que un viejo como él pudiera salir tranquilo a la calle.
Los maravillosos amores vividos quedaban lejos en el tiempo.
Así que sin pedir permiso a nadie y casi que ni a sí mismo cogió las pocas pertenencias que había decidido tener en los últimos tiempos y se mudó a la capital de la isla bonita.
Allí viviría una vida sosegada de paseos y lecturas. De Circo de Marte. De Noches con Encanto. De arepas en sillas inestables sobre adoquines. Una vez al año, cuando los indianos, visitaría a su hijo en El Hierro.
Sabía que era un lugar que se llegaba a conocer en pocos años. Eso siempre lo separó de vivir en lugares pequeños. Pero ahora a él le quedaban más o menos los mismos pocos años.