Ana, sentada en el salón, sentía pasar el
tiempo con la misma conciencia con que uno siente el agua fría en el cuerpo
desnudo y cada segundo que pasaba le dejaba la huella de un recuerdo sordo,
lento, angustiado. Sólo porque sabía que era imposible no pensaba que el tiempo
se había detenido.
La monotonía de su vida hacía difícil
discernir el transcurrir de los acontecimientos, se perdía en el tiempo, como
aquel enfermo, que, por no ver más que el techo de la habitación, se desorienta
y repite una y otra vez la misma historia para aburrimiento de los visitantes
que, empujados por un compromiso social inexcusable, han decido ir a verlo, en
lugar de soportar el remordimiento de hacer lo que en buena gana hubieran
hecho, quedarse en casa. La hipocresía
como medio de vida.
Ana recordaba su infancia. ¿Había sido una
niña feliz? Le atormentaba hacerse esta pregunta. Realmente no lo sabía, pero
por no tener muchas referencias para la respuesta, pensaba que no lo había
sido. Y sobre todo le aterraba pensar en no poseer siquiera ese consuelo, ese
premio por el que pudiera justificar su vida, por el que pudiera pensar, si no
decir, que mereció la pena tanto sufrimiento, que, aunque creía que esta
angustia nunca había sido grande, sí continua, crónica, definitiva, instaurada
para siempre como la discordia entre los seres humanos, de los que cada vez se
acordaba menos. Recordaba en cierta ocasión, que su padre, a quien amaba como
se ama a un mito, alguien por encima de nosotros, le había dicho: “Ana, vales tu
precio en oro”. Sabía que no significaba más que una frase hecha, como tantas
otras muy socorridas por los parcos en palabras, que creen satisfacer sus
ansias de reconocimiento y aceptación de los demás utilizando su mismo
vocabulario. Pero para ella significaba mucho. Era un indicio de valoración, de
amor, de concordia, de... felicidad. Nunca entendió la frase
cuando pequeña. Le había pasado con muchas otras cosas, en las cuales pensaba
ahora y entendía su significado.
Sintió la descarga de consciencia que da
el creerse una persona mala. Cuando una es buena, pensaba, siente remordimiento
ante la falta de hipocresía, entonces una decide pasar al otro bando, reconoce
sus debilidades, piensa que es mala y no le importa ser sincera con sus
sentimientos, deja de ser hipócrita y se hace más egoísta. Se preguntaba qué
grado de egoísmo era necesario para ser feliz.
Miró a su marido. Lo miró largo rato. Él
estaba dormido, los dos estaban tumbados. Como pasa cuando repetimos muchas
veces seguidas una palabra, ésta pierde sentido y nos parece extraña, por muy
usada que sea, Ana sintió extrañeza al ver a su marido. Se preguntó quién era
aquella persona. Sitió que se acostaba con un extraño. ¿No llevaban 20 años
juntos?, ¿a qué venía aquella extrañeza? A base de no entender lo que le
sucedía se sintió vacía, sola. Quizá era uno de esos momentos en que uno se
pregunta por nuestra visión de la vida, de nuestra existencia.
Entonces empezó a soñar, su mente la
transportaba a la niñez. Tantos recuerdos inaccesibles durante el día se
volvían vulnerables apenas comenzaba el sueño. Ana no recordaba nada al
despertar, o por lo menos eso pensaba, porque el sufrimiento del recuerdo sí
que lo sentía. No sabía porqué sufría, qué era lo que la tenía triste. Estaba
en un parque. Todo alrededor era verde, bonito, fresco. La lluvia había mojado
el paisaje. Se acercó a una gota de agua que estaba a punto de caer de una
hoja. Se vio dentro de la gota. No supo qué significaba aquello. Quizá tampoco
se lo preguntó. Una virtud que vamos perdiendo con la edad. En vez de disfrutar
de las cosas tal como nos viene, cada vez nos hacemos más preguntas, cada vez
intentamos más adaptarlo a nuestra manera de ver las cosas y cada vez más nos
alejamos de la realidad. La realidad que nos dice, o nos decía, que
disfrutáramos, y disfrutábamos. Salió de la gota de agua. Una vez vencida su
fuerza, extenuada de cansancio, la gota cayó. Su transparencia daba vueltas
lentamente, la hoja descansó aliviada de la amenaza que la empujaba hacia
abajo, bailaba ahora lentamente, oscilante, hasta que pasado un breve tiempo
dejó de alegrarse y se quedó quieta. Ana no sabía entonces que en el futuro
ella sería como la planta, hoy alegre, mañana olvidada de la alegría. Rompió en
mil pedazos la gota al llegar al suelo formando una corona que nunca llegó a
ponerse ningún rey.
Ana corrió hacia su padre. Un fuerte
abrazo la recibió. Sintió en su cara la humedad de la ropa de aquel hombre.
-. ¿Qué significan las gotas
papa?
-. Vamos ya a casa hija – el
padre no había entendido la pregunta, y seguramente había llegado a la
conclusión de que era mejor ignorarla. Pensamos que los hijos no se dan cuenta
de que no les contestamos a sus preguntas, pero en un baúl van guardando cada
pregunta no contestada. Nunca más se acordó Ana de la pregunta. De esa ni de
las otras que tenía en ese baúl, pero el peso del baúl lo sentía al despertar.
Su marido esta sentado al borde de la
cama. Tosía fuertemente.
-. ¿Estás bien cariño?
-. Sí, ya me levanto.- su voz
apagada hizo que el corazón de Ana diera dos palpitaciones fuertes. Cada una le
recordó algo. La primera, que no recordaba qué había soñado. La segunda,
aquella sensación de extrañeza que había sentido antes de dormir. Ya no la
sentía.
El día empezaba. Ana recogió la
habitación. Al abrir la ventana sintió entrar el aire fresco de la mañana y
salir el aliento cálido de su habitación. Sintió cómo se renovaban todas y cada
una de las moléculas. Se sintió bien. Miró por la ventana y se detuvo un
instante a disfrutar de aquella sensación. Veía la tierra árida que los rodeaba
y la encontraba hermosa. A base de práctica había conseguido encontrar
agradable las pequeñas sensaciones con las que se encontraba a lo largo del
día. Seguramente, sin saberlo, se había adaptado a aquella situación. Sacudió
las sábanas, vio como caían otra vez lentamente sobre la cama, esta vez
estiradas. Llevaba a tal extremo la perfección de aquellos actos que se
convertían en rituales exquisitos. Necesitaba que todo aquello sucediera de esa
manera determinada. De repente se sintió eufórica. No supo identificar porqué
pero tampoco insistió en preguntárselo, esta vez sintió pereza para intentar
razonar algo que podía terminar quitándole aquella sensación. Misterios de la
inteligencia que, sin avisar asoma y nos guía por el camino adecuado. Camino que
hubiéramos seguido sin dudar ni un instante muchos años antes, pero maduramos y
vamos perdiendo lucidez.
Bajó a desayunar. Aunque no sentía hambre
sí notó que se le apetecía sentarse a comer como mero acto cotidiano, disfrutar
del momento, prepararse con delicadeza las tostadas, no dejar ninguna parte del
pan sin mermelada. Era todo un arte. Sentía como, al despegar el cuchillo de la
confitura, ésta hacía un esfuerzo increíble, para la fuerza que se le supone a
una mermelada, por no dejarnos separar la hoja del cuchillo. Acaso era la
última resistencia de aquel producto de origen vegetal de permanecer en este
mundo. Suponía que si no quería irse era porque sería feliz aquí. Iría ella a
destruir aquella felicidad, quién era ella para decidir el destino de aquella
planta. Ana se encontró de repente pensando en todo esto, con una mano sostenía
la tapa de pan, con la otra el cuchillo, su mirada estaba perdida en la mesa de
la cocina en la que estaba. Vaya tontería, pensó. Cómo se me pueden ocurrir
estas bobadas. Le ocurriría lo mismo a otras personas. Quizá nos ocurre a
todos, pero claro, quién se atreve a comentar esa absurdez con alguien. De lo
que creía estar segura es de que su
marido, Gabriel, no pensaba en semejantes cosas.
Terminó de desayunar. Visitó a su marido
en el taller y salió de casa con la furgoneta hacia el pueblo. Mientras
conducía se torturaba con unos pensamientos que habitualmente le asaltaban la
cabeza. Era el sufrimiento que había en el mundo. Era consciente del llanto de
tantos niños pasando hambre o maltratados por sus padres; del sufrimiento de los
hombres en guerra, abocados a matarse por unas decisiones política, del
sufrimiento de sus familias ante las pérdidas de los padres o hijos muertos en
batalla; de los animales hambrientos, maltratados por sus dueños; de las
víctimas de atentados masivos, de cómo tuvieron que vivir la tragedia mientras
se producía, la irrealidad del momento; de los accidentados en carretera. En
todo ello pensaba Ana mientras conducía. Nunca se le escapó una lágrima
pensando en todas estas cosas, pero sentía los ojos cargados de lágrimas.
Tampoco quiso nunca mirarse en el espejo
para comprobarlo. Sentía una opresión en el pecho y pensaba en si valía la pena
vivir en este mundo, sobre todo siendo tan consciente de la realidad que había
en el.
Y entonces Ana cerró los ojos. No fue consciente de estar tomando ninguna decisión. Simplemente los cerró. Sentía la vibración del volante en aquella carretera de tierra. Luego la vibración aumentó y luego cesó. Sintió elevarse de su asiento. Quiso abrir los ojos pero el miedo no le dejó. Quiso gritar pero tampoco gritó. Sintió por un instante un movimiento brusco y todo acabó...
Y entonces Ana cerró los ojos. No fue consciente de estar tomando ninguna decisión. Simplemente los cerró. Sentía la vibración del volante en aquella carretera de tierra. Luego la vibración aumentó y luego cesó. Sintió elevarse de su asiento. Quiso abrir los ojos pero el miedo no le dejó. Quiso gritar pero tampoco gritó. Sintió por un instante un movimiento brusco y todo acabó...