lunes, 29 de septiembre de 2014
Tan breve.
Julio, sentado en un banco de la Plaza Mayor de Santa Ana, contemplaba a su hija Sofía, con 5 añitos, lanzando millo a las palomas y disfrutando de aquel espectáculo natural que la niña sentía controlar. Recordó cómo había conocido a Sandra, cómo se había enamorado de ella 15 años atrás en aquel encuentro casual. En un curso de fotografía les pusieron como pareja. Les dio mucho rubor a los dos pero pronto se acostumbraron y empezaron a disfrutar el uno del otro. En los descansos del curso tomaban café en la calle Pérez Galdós. - Sandra...aunque hace poco que te conozco, me encanta contarte cosas íntimas. - Seguro que algún día te arrepientes - sonríe. - Fíjate, tengo la sensación de que aunque lo pregones a los cuatro vientos no me arrepentiría. Es como si me sintiera libre de contar lo que quiero y que he decidido contártelo a ti. No sé si me explico pero es lo que siento. - Yo también disfruto contándote cosas Julio, pero entiende que tengo mis reservas. - Ya, no me importa, para nada. Claro que te entiendo y no quiero que pienses que tienes que corresponderme con el mismo nivel de intimidad eh.- Risas. Tras cuatro sesiones del curso de fotografía ya habían tomado ocho cafés y otras tantas decisiones sobre sus vidas en la que había planes en común. Diez años después aunque no estaba, por supuesto, en esas ocho decisiones primitivas, llegó la pequeña Sofía fruto de una decisión conjunta que llegaría mucho después, también en el mismo café al que seguirían yendo por mucho tiempo. Julio recordaba la tarde en que caminaban cogidos de la mano por el Parque Doramas. Lo de caminar era una manera de llamarlo porque simplemente hablaban cogidos de la mano y daban pasos y paraban sin darse cuenta, con la conversación en mil lugares, sonriendo, abrazándose con la risa en medio, y paraban intentando recordar datos que le faltaban a la historia de su niñez; datos que venían y volvían a caminar, datos que seguramente eran falsos pero que recordaban con tanta seguridad como si fueran sentencias. Julio, entre pensamiento y pensamiento, reflexionaba: me ha tocado ser de las personas que aprenden que la vida se puede ir de la mano en un suspiro. Una vez le contó una amiga que había visto a una persona tapada en la carretera. Acababa de morir y allí estaba, acostadito, le dijo. Resultaba extraño pensarlo pero su familia, quizá sus hijos, sus hermanos, su esposa, pensaría ahora mismo que esa persona estaba viva. Quizá no estaban pensando en él, pero lo seguro es que él no estaba pensando en ellos. Su vida y su pensamiento se habían parado. Nadie de su familia lo podía suponer. Y allí estaba, acostadito. Tapado para que no veamos la muerte. Esa persona, ahora cadáver, tendría su vida privada. Un mundo de pensamientos que formaban una existencia. Una existencia única. Cada persona tenemos nuestra vida privada. Nunca llegas a conocer a nadie. No tanto como para que no te pueda sorprender en cualquier momento. Y aquella vecina que tan amablemente te saludó y pensaste que era una buena persona, ahora la oyes pared con pared hablar o más bien gritar, con una crueldad que te sorprende, a su marido. Fue entonces cuando miró Sofía. Agotaba los últimos granos de millo, sacudía la bolsa y miraba sonriente a su padre. Julio se había impuesto ese plazo para decírselo. ¿Recordaría este momento Sofía como un falso recuerdo? ¿Buscaría el dato en su memoria mientras paseaba agarrada de la mano de alguien con quien se sintiera feliz? ¿Recordaría a su madre tal como era o el tiempo le haría distorsionar su imagen? Lo cierto es que ya no podría sorprenderse conociendo a quien la había parido. Viviría una infancia sin madre que, tapadita en la carretera, no molestó a su familia hasta que fue preciso reconocer el cadáver.