Estaban de rodillas frente a frente en la cama, ya desnudos.
El agua de la lluvia se escuchaba en el techo y en la ventana, por donde se escurrían unas gotas que salpicaban el suelo de madera mal cuidada.
Acercaron sus cabezas y comenzaron a olerse mientras cerraban los ojos.
No hablaban el mismo idioma pero el deseo no entiende de idiomas, sólo de lenguas.
Con solo mirarse sus bocas alteraban la respiración. Se miraban a los ojos y despegaban sus cabezas para grabar a fuego el momento presente.
La luz de la habitación era poca y la que entraba por la ventana era casi nula.
Con las caras juntas acariciaban sus espaldas con la yema de los dedos. Se arqueaban y gemían de tanta excitación.
Algún coche pasaba por la calle levantando agua e iluminando a ráfagas inapreciables el techo de la habitación.
Miraron por última vez sus labios y comenzaron una historia de leguas, bocas abiertas casi inmóviles, roces suaves a cámara lenta y sin apenas presión.
Corrían los años 90. Ella se despidió sin dejar una dirección o un teléfono. Él la buscó durante un mes en el parque donde la veía pasear todas las mañanas. Ella lo observó el mismo tiempo desde la ventana de su piso. El partió a su país y ella pudo reanudar sus paseos diarios.