Desde su posición de sentada miraba hacia arriba y dejaba ver la grandeza de sus ojos. Nadie dejaba de mirarlos y, la verdad, encogía la respiración. No inspiraba ganas de hacerle el amor. Solo de abrazarla, darle un beso en las mejillas a pesar de los tiempos del cólera y decirle que porqué había llegado ahí con su belleza, que cuál era su historia, que en qué momento se rompió el orden natural de las cosas. ¿Y eso qué coño es a esta altura de la civilización? Sabía que cada moneda era un riesgo. Había más gente pero paraban menos.
Era en República Dominicana, pero no en frontera con Haití, sino con nuestro Fernando Guanarteme y asediada por Velarde y Palafox.