No me siento orgulloso de los éxitos de mis hijos ni me siento responsable de sus fracasos. Ambos son méritos de ellos. Me alegraré en un caso y ofreceré mi ayuda en otro. Como padre sé que he hecho lo que he podido y sabido en cada una de las decisiones que haya tomado con respecto a su educación. Sabiendo de antemano que no existen decisiones acertadas ni equivocadas como si fuera un puzzle con un único final posible.
Pero sí me siento orgulloso de una decisión mía: en mi casa no se excluye a nadie que algún miembro de la familia quiera traer.
Mi hija y mi hijo saben que pueden traer a casa a quien deseen. Y ambos saben que a casa sube cualquier persona que yo desee que lo haga, ya sea a almorzar, cambiarse el bañador o a dormir.
Sin importar el tipo de relación que yo lleve con esa persona ni el tiempo en el que empezó la relación.
Aunque suene ridículo, en muchas ocasiones se excluye a una persona de un acto por qué cosas hace o no hace y con quién en una cama y desnudos.
Y aunque nunca fui consciente de ello hasta hace un par de años, mis padres siempre han sido así. Siempre han abierto las manos a cualquier persona que yo traiga a casa. La han aceptado sin condiciones.
Hace unos años se planteó el dilema de la primera noche buena en familia. Y surgió la duda de esa aceptación a sentarse en la mesa de mis padres. Por supuesto la duda no era de ellos. Yo tuve clara la respuesta: si ellos no quieren que tú me acompañes, entonces yo no iré, ya no me sentiría bienvenido.