domingo, 22 de febrero de 2015
La azotea
Caminaba por encima del muro descalza. Desde la calle le gritaban que no saltara. Ella los oía a duras penas. Miraba de reojo y los veía en pequeñito. Allá abajo se divisaban sirenas, cada vez más y de más colores. Cerró los ojos. Suspiró. Pensó en todos esos años de felicidad junto a su hija. La vida se le había llenado por completo. Disfrutaba cada instante con la niña. Sabía que rápidamente crecen y se van de casa. Sabía que disfrutaba de un tiempo prestado gracias a ese milagro que es la vida. Ese milagro que hace aparecer de la nada a una personita. Supo ver a tiempo que lo mejor que le podía regalar a su hija era su tiempo. Y disfrutaron mucho estando juntas. Se tumbaba en el suelo de la habitación a ver cómo jugaba la niña. No hacía nada, solo verla. Solo ser consciente de ese momento irrepetible. La acompañaba cuando merendaba tras llegar del colegio y le acariciaba el pelo y la miraba. Pero todo eso había acabado para siempre de manera artificial y prematura. El destino le había jugado una mala pasada y ahora nada tenía sentido. La muerte de una niña nunca tendrá sentido. Por eso decidió acabar con aquel sufrimiento. Quería algo rápido y seguro. No tenía dudas. Por eso subió a la azotea.
lunes, 9 de febrero de 2015
La llamada...
Claudia estaba sentada en su cama. No podía dormir y ya eran cuatro noches seguidas. A su aspecto pálido habitual se sumaba la palidez del dolor de aquellos días. Desde que su marido había ido a Afganistan sentía un terrible pánico de recibir en cualquier momento una mala noticia. En el aeropuerto antes de irse su marido miró sus ojos marrones, su melena larga y rizada por la que era conocida a quinientos metros de distancia y le dio un tremendo abrazo. Ella sabía que podía ser la última vez que abrazara a su marido. Lloró todo el resto de ese día y todo el día siguiente. Esperaba que eso no afectara al bebé que llevaba dentro. Tan solo pensar que ese bebé no conociera a su padre la mataba. Y como esperaba en sus más íntimos pensamientos sonó el teléfono. Caminó despacio en la oscuridad. No quiso encender la luz para no recordar nada de aquel día. Descolgó. Al otro lado solo se oyeron unas palabras antes de que se desmayara: mañana vuelvo a casa cariño
El hermano...
Era la 1 de la madrugada. Sonó el teléfono. Ana se despertó sobresaltada. Solía acostarse temprano. Necesitaba descansar para barrer las calles de su ciudad natal cada mañana. Ese era su oficio desde hacía 10 años. Al principio le costaba madrugar pero poco a poco se acostumbró y cada vez le gustaba más. Los domingos por la mañana era el único día de trabajo que no le gustaba. Los borrachos que quedaban en la calle a las 6 de la mañana solían echarle piropos. Su melena rubia, su tez blanca, su atractiva cara, sus hermosos labios y su peculiar estilo de llevar ceñida la ropa de trabajo no pasaban desapercibidos. Después del sobresalto de la llamada sintió una gran alegría. Su hermano llevaba 2 años viviendo en Argentina y era el único que tenía permiso para llamarla a esa hora, más que nada porque seguía despistado con la diferencia horaria. Hacía una semana que no hablaba con él. Cuando se acercó vio que era su número y simplemente rió al descolgar el teléfono. Una voz femenina respondió al otro lado. Ana dejó de sonreir. No porque no conociera la voz, que era la de su cuñada, sino porque la voz estaba quebrada por el llanto. En ese momento supo que nunca más hablaría con su hermano.
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