miércoles, 12 de noviembre de 2014

Ana

   No se sabe cuando empezó todo, ni siquiera cuando terminó. La casa estaba en el centro,  y a cinco kilómetros a la redonda no había vida humana. Más bien podría decirse, no había vida. Cuando Ana salía a la puerta no podía evitar pensar en ello, ni una sola vez dejó de hacerlo. Su marido en cambio, habría tenido que salir a comprobarlo si alguien se lo hubiera preguntado; su mundo estaba dentro. La misma puerta separaba cuatro mundos: las tinieblas fuera y su mundo dentro para Gabriel; las tinieblas dentro y el mundo fuera para ella. Nadie sabía a ciencia cierta lo que ocurría en la casa, diríamos que era por el gris que envolvía todo cuanto rodeaba a la extraña pareja. 
   Ana, sentada en el salón, sentía pasar el tiempo con la misma conciencia con que uno siente el agua fría en el cuerpo desnudo y cada segundo que pasaba le dejaba la huella de un recuerdo sordo, lento, angustiado. Sólo porque sabía que era imposible no pensaba que el tiempo se había detenido.
     La monotonía de su vida hacía difícil discernir el transcurrir de los acontecimientos, se perdía en el tiempo, como aquel enfermo, que, por no ver más que el techo de la habitación, se desorienta y repite una y otra vez la misma historia para aburrimiento de los visitantes que, empujados por un compromiso social inexcusable, han decido ir a verlo, en lugar de soportar el remordimiento de hacer lo que en buena gana hubieran hecho, quedarse en casa.  La hipocresía como medio de vida.
     Ana recordaba su infancia. ¿Había sido una niña feliz? Le atormentaba hacerse esta pregunta. Realmente no lo sabía, pero por no tener muchas referencias para la respuesta, pensaba que no lo había sido. Y sobre todo le aterraba pensar en no poseer siquiera ese consuelo, ese premio por el que pudiera justificar su vida, por el que pudiera pensar, si no decir, que mereció la pena tanto sufrimiento, que, aunque creía que esta angustia nunca había sido grande, sí continua, crónica, definitiva, instaurada para siempre como la discordia entre los seres humanos, de los que cada vez se acordaba menos. Recordaba en cierta ocasión, que su padre, a quien amaba como se ama a un mito, alguien por encima de nosotros, le había dicho: “Ana, vales tu precio en oro”. Sabía que no significaba más que una frase hecha, como tantas otras muy socorridas por los parcos en palabras, que creen satisfacer sus ansias de reconocimiento y aceptación de los demás utilizando su mismo vocabulario. Pero para ella significaba mucho. Era un indicio de valoración, de amor, de concordia, de...  felicidad. Nunca entendió la frase cuando pequeña. Le había pasado con muchas otras cosas, en las cuales pensaba ahora y entendía su significado.
   Sintió la descarga de consciencia que da el creerse una persona mala. Cuando una es buena, pensaba, siente remordimiento ante la falta de hipocresía, entonces una decide pasar al otro bando, reconoce sus debilidades, piensa que es mala y no le importa ser sincera con sus sentimientos, deja de ser hipócrita y se hace más egoísta. Se preguntaba qué grado de egoísmo era necesario para ser feliz.
   Miró a su marido. Lo miró largo rato. Él estaba dormido, los dos estaban tumbados. Como pasa cuando repetimos muchas veces seguidas una palabra, ésta pierde sentido y nos parece extraña, por muy usada que sea, Ana sintió extrañeza al ver a su marido. Se preguntó quién era aquella persona. Sitió que se acostaba con un extraño. ¿No llevaban 20 años juntos?, ¿a qué venía aquella extrañeza? A base de no entender lo que le sucedía se sintió vacía, sola. Quizá era uno de esos momentos en que uno se pregunta por nuestra visión de la vida, de nuestra existencia. 
   Entonces empezó a soñar, su mente la transportaba a la niñez. Tantos recuerdos inaccesibles durante el día se volvían vulnerables apenas comenzaba el sueño. Ana no recordaba nada al despertar, o por lo menos eso pensaba, porque el sufrimiento del recuerdo sí que lo sentía. No sabía porqué sufría, qué era lo que la tenía triste. Estaba en un parque. Todo alrededor era verde, bonito, fresco. La lluvia había mojado el paisaje. Se acercó a una gota de agua que estaba a punto de caer de una hoja. Se vio dentro de la gota. No supo qué significaba aquello. Quizá tampoco se lo preguntó. Una virtud que vamos perdiendo con la edad. En vez de disfrutar de las cosas tal como nos viene, cada vez nos hacemos más preguntas, cada vez intentamos más adaptarlo a nuestra manera de ver las cosas y cada vez más nos alejamos de la realidad. La realidad que nos dice, o nos decía, que disfrutáramos, y disfrutábamos. Salió de la gota de agua. Una vez vencida su fuerza, extenuada de cansancio, la gota cayó. Su transparencia daba vueltas lentamente, la hoja descansó aliviada de la amenaza que la empujaba hacia abajo, bailaba ahora lentamente, oscilante, hasta que pasado un breve tiempo dejó de alegrarse y se quedó quieta. Ana no sabía entonces que en el futuro ella sería como la planta, hoy alegre, mañana olvidada de la alegría. Rompió en mil pedazos la gota al llegar al suelo formando una corona que nunca llegó a ponerse ningún rey. 
     Ana corrió hacia su padre. Un fuerte abrazo la recibió. Sintió en su cara la humedad de la ropa de aquel hombre.
-. ¿Qué significan las gotas papa?
-. Vamos ya a casa hija – el padre no había entendido la pregunta, y seguramente había llegado a la conclusión de que era mejor ignorarla. Pensamos que los hijos no se dan cuenta de que no les contestamos a sus preguntas, pero en un baúl van guardando cada pregunta no contestada. Nunca más se acordó Ana de la pregunta. De esa ni de las otras que tenía en ese baúl, pero el peso del baúl lo sentía al despertar.
     Su marido esta sentado al borde de la cama. Tosía fuertemente.
-. ¿Estás bien cariño?
-. Sí, ya me levanto.- su voz apagada hizo que el corazón de Ana diera dos palpitaciones fuertes. Cada una le recordó algo. La primera, que no recordaba qué había soñado. La segunda, aquella sensación de extrañeza que había sentido antes de dormir. Ya no la sentía.
     El día empezaba. Ana recogió la habitación. Al abrir la ventana sintió entrar el aire fresco de la mañana y salir el aliento cálido de su habitación. Sintió cómo se renovaban todas y cada una de las moléculas. Se sintió bien. Miró por la ventana y se detuvo un instante a disfrutar de aquella sensación. Veía la tierra árida que los rodeaba y la encontraba hermosa. A base de práctica había conseguido encontrar agradable las pequeñas sensaciones con las que se encontraba a lo largo del día. Seguramente, sin saberlo, se había adaptado a aquella situación. Sacudió las sábanas, vio como caían otra vez lentamente sobre la cama, esta vez estiradas. Llevaba a tal extremo la perfección de aquellos actos que se convertían en rituales exquisitos. Necesitaba que todo aquello sucediera de esa manera determinada. De repente se sintió eufórica. No supo identificar porqué pero tampoco insistió en preguntárselo, esta vez sintió pereza para intentar razonar algo que podía terminar quitándole aquella sensación. Misterios de la inteligencia que, sin avisar asoma y nos guía por el camino adecuado. Camino que hubiéramos seguido sin dudar ni un instante muchos años antes, pero maduramos y vamos perdiendo  lucidez.
     Bajó a desayunar. Aunque no sentía hambre sí notó que se le apetecía sentarse a comer como mero acto cotidiano, disfrutar del momento, prepararse con delicadeza las tostadas, no dejar ninguna parte del pan sin mermelada. Era todo un arte. Sentía como, al despegar el cuchillo de la confitura, ésta hacía un esfuerzo increíble, para la fuerza que se le supone a una mermelada, por no dejarnos separar la hoja del cuchillo. Acaso era la última resistencia de aquel producto de origen vegetal de permanecer en este mundo. Suponía que si no quería irse era porque sería feliz aquí. Iría ella a destruir aquella felicidad, quién era ella para decidir el destino de aquella planta. Ana se encontró de repente pensando en todo esto, con una mano sostenía la tapa de pan, con la otra el cuchillo, su mirada estaba perdida en la mesa de la cocina en la que estaba. Vaya tontería, pensó. Cómo se me pueden ocurrir estas bobadas. Le ocurriría lo mismo a otras personas. Quizá nos ocurre a todos, pero claro, quién se atreve a comentar esa absurdez con alguien. De lo que creía estar segura es de que  su marido, Gabriel, no pensaba en semejantes cosas.
   Terminó de desayunar. Visitó a su marido en el taller y salió de casa con la furgoneta hacia el pueblo. Mientras conducía se torturaba con unos pensamientos que habitualmente le asaltaban la cabeza. Era el sufrimiento que había en el mundo. Era consciente del llanto de tantos niños pasando hambre o maltratados por sus padres; del sufrimiento de los hombres en guerra, abocados a matarse por unas decisiones política, del sufrimiento de sus familias ante las pérdidas de los padres o hijos muertos en batalla; de los animales hambrientos, maltratados por sus dueños; de las víctimas de atentados masivos, de cómo tuvieron que vivir la tragedia mientras se producía, la irrealidad del momento; de los accidentados en carretera. En todo ello pensaba Ana mientras conducía. Nunca se le escapó una lágrima pensando en todas estas cosas, pero sentía los ojos cargados de lágrimas. Tampoco quiso nunca mirarse  en el espejo para comprobarlo. Sentía una opresión en el pecho y pensaba en si valía la pena vivir en este mundo, sobre todo siendo tan consciente de la realidad que había en el.
   Y entonces Ana cerró los ojos. No fue consciente de estar tomando ninguna decisión. Simplemente los cerró. Sentía la vibración del volante en aquella carretera de tierra. Luego la vibración aumentó y luego cesó. Sintió elevarse de su asiento. Quiso abrir los ojos pero el miedo no le dejó. Quiso gritar pero tampoco gritó. Sintió por un instante un movimiento brusco y todo acabó...

martes, 11 de noviembre de 2014

El doble check azul del whatsapp

     Me ha sorprendido el pequeño revuelo social que se ha formado con el tema del doble check azul del Whatsapp. Claro, todos estamos preocupados por cómo van a interpretar nuestros amigos que estando en línea nosotros no les aparezca el doble tick azul a ellos. ¿Pensarán nuestros amigos que no los atendemos?      
    Efectivamente, si no lo hemos leído es porque no hemos podido. Todos sabemos que en ocasiones no podemos leerlos. Esto me da pie a sacar dos conclusiones.

Primera: Si algún amigo me juzga por no leer sus mensajes pues merece un poquito menos mi amistad.

Segunda: Si todos lo sabemos ¿Porqué estamos preocupados?


sábado, 1 de noviembre de 2014

Un segundo...

   Salí a correr a mediodía. Tenía la tarde con la agenda colapsada. No tenía un segundo libre. Las series en el parque romano empezaron clavando al segundo lo pautado, luego empeoró un poco. A la vuelta iba pensando en cómo nos habíamos organizado para gestionar los asuntos que teníamos entre manos esa tarde. Cuando doblé la última esquina para llegar corriendo a casa solo faltaba un segundo para terminar mi entreno. Una ambulancia estaba encima de la acera en mi misma calle. Sirena puesta con señal luminosa. Busqué "Transporte sanitario no urgente" pero no lo encontré. O más bien lo encontré pero le faltó el "no". En un segundo tuve dudas de que estuviera pasando algo. Al terminar de doblar la esquina en medio segundo se disiparon las dudas. Dos coches de Policía Nacional, uno de Bomberos y otra ambulancia. Seguí bajando la calle y solo me quedaba la esperanza de que no fuera en mi portal. Aunque estaban muy cerca, todavía no tenía ángulo para ver qué portal era. Cuando llegué a la altura del mío, la puerta abierta y un bombero saliendo dieron un vuelco al corazón en un segundo. Pregunté "¡¡¡en qué vivienda es!!!! Pareció no oírme. Por un momento pensé que me iba a atravesar y que yo era transparente para él. ¿Sería yo el fallecido y estaba presente como espíritu en aquella escena? Si creyera en estas cosas podría ser pero no era el caso. En el rellano zigzagueaba un familiar, que yo conocía de vista, de una vecina. Ella sí me vio y me dijo: no pasa nada. ¿Tu hermana? Sí, pero no pasa nada. Si te puedo ayudar en algo dímelo. No, gracias, todo bien. Me dio muchísima pena. Esperaba hasta que le dieran noticias. No me engañaba, no pasaba nada tan grave. aunque en un segundo estuvo a punto de cambiar todo, y, aunque no cambió, aprendes que un día puede cambiar...